encontramos este escrito producido por Gonzalo Valderrama
que en su momento fue un gran narrador
y ahora es un espectacular comediante
En el año 2002 intenté, optimistamente, proponer Deblacrraider (Historia de un portero en un potrero) para la cartelera de La Casa del Teatro, ya que, alguna vez, el Teatro Nacional incluyó a la cuentería dentro de su programación y yo quería ser parte de esa historia. Consciente de la bondad de mi creación, pensé llevarla a unastablas tan importantes para las artes escénicas jóvenes y experimentales, no sólo porque quería darle status a mi cuento, sino porque creía que ya había llegado a la madurez creativa e interpretativa, y lo merecía. Un antecedente fue el que me instó a tal atrevimiento: un mes antes, el jefe de prensa del Teatro Nacional me pidió que hiciera una corta función de cuentería como degustación ante unos clientes potenciales de espectáculos privados del catálogo del teatro. La corta función cumplió con su función, y mi acto recibió su justa recompensa, según los parámetros a los que se ha sometido la cuentería: $200.000 moneda corriente por 15 minutos de perorata. El que me hubieran hecho tal oferta me hizo suponer que mi producto era interesante para ellos. Así que les llevé mi propuesta de Deblacrraider por escrito, con todos sus requisitos técnicos, un dossier de mi ser cuenteril y una copia en video del cuento contado en Abrapalabra 98 (Festival Internacional de Cuentería). No me respondieron. A los dos meses fui a reclamar el video, y me dijeron que la agenda de La Casa estaba repleta y que, tal vez, el año siguiente habría espacio para mi propuesta, que nunca fue estudiada. La razón: ¡El Teatro Nacional no considera la cuentería un espectáculo!
Claro: ¿qué de espectacular tiene una persona inerme, parada así no más, hablando ahí, ante un público ávido de strip-tease y luminotecnia? ¿Por qué la cuentería (en Bogotá) ya no atrae tanto público universitario como antes? Y si no es considerada un espectáculo… ¿por qué escogieron justo una función de cuentería para promocionar al Teatro Nacional?
La cuentería es, antes que nada, la maximización del diálogo llevado a los extremos del encanto y la imaginación, de la estética verbal y la experimentación lingüística… y escénica. Don Francisco Garzón Céspedes (QEPD) bien hizo en bautizar tan milenario oficio con el pomposo epíteto de Narración Oral Escénica (NOE), tal vez para diferenciarlo del monólogo, el sketch, la danza-teatro o el tragasablismo. ¡Gracias, Don Francisco! Lo que usted hizo fue, básicamente, darle un rótulo y un escaño a esa facultad humana de narrar historias ante una o tres mil personas; a la magia comunicativa que tienen algunos seres para mantener en vilo a un grupo de congéneres con un relato, invención, historia, recuerdo, mentira, hipérbole, retruécano, mentira, historia, recuerdo, relato o invención de corte íntimo, histórico, cinematográfico, revoliático, fantástico, mítico o frívolo. Cada cual se las ingenia para aprehender y expresar tales narraciones, que se llaman así porque están repletas de sucesos expuestos en orden o desorden cronológico para el entendimiento y la conmoción de quienes las escuchan. Sólo que, en estos tiempos agitados e insensibles, hay que arreglárselas para que el (i)rrespetable se monte en la nave narrativa con nosotros.
La cuentería, al igual que la medicina y la bombería, es un noble oficio pro-prójimo. No salva salvavidas, ni derroca caos (o sí); aunque, al igual que en todos los oficios que impliquen gremios, la labor es respetable; pero no sus oficiantes, individuos con el ego tan voluble y la responsabilidad tan indeterminada.
Los del teatro han estado en pugna constante con los del cuento, ya que éstos se les metieron al rancho de las tablas, los telones y las tramoyas, usurpando sus dotes y dones, sus armas y códigos. Pero, sobre todo, porque esta cenicienta/bestia/rata oral de las artes escénicas, habiéndoles demolido descaradamente la cuarta pared y el quinto sueloraso, pudieron hallar la panacea: el contacto recíproco con el público… hacerlo verdadero interlocutor, pudiendo medir, palabra a palabra, en el acto, elrating del texto, que no es más que una simple historia humana, urbana o rumana, qué sé yo. Lo único que verdaderamente compartimos, sacando nosotros el verdadero provecho, es la palabra, la palabra viva… es decir: la palabra sentida durante la emisión… ¡Vaya tesoro! ¡Vaya falta de falsedad! ¡Vaya, Soledad, y me trae una libra de arroz y un libro de favor, por amor!
Desde la barrera de los altos estrados de la administración del teatro como negocio y como institución centenaria, un cuentero es un man ahí diciendo sin hacer, hablando sin enrarecer la atmósfera, parado en uno o tres puntos de la sacra escena, que tantos metros tiene para ser recorrida. Y sí: los cuenteros se quedan ahí, moviendo los brazos como reptiles o aves del discurso (dependiendo del individuo que lo produzca). Si uno ve el video de una función promedio de cuentería en FFWD, sólo verá un cuerpo manoteando monótonamente, girando la cabeza como un ventilador. Si detenemos la cinta y pulsamos play, si subimos el volumen y hacemos zoom in, comenzará a notarse la punta del iceberg de la magia que pude fluir en el recinto, al aire libre o al aire preso, nacional o extra-terrestre. Si viramos la cámara y la enfrentamos a la cara del público, se verá el mejor termómetro de la situación: ceños fruncidos, asombrados, ojos aguados, sonrisas, rubores que siguen atentos el hilo de una historia hecha a punta de palabras en español, por darte un ejemplo.
He utilizado un par de veces el verbo poder. El cuentero cuando cuenta su cuento (“Cuentan los que cuentos cuentan”) puede encantar a su audiencia, puede sorprender, puede enseñar, puede decir su verdad y hacer ver a todos que es una verdad común… pero puede que no. Todo depende de su convicción, de sus habilidades retóricas o histriónicas, de la calidad de su materia; pero, sobre todo, del encanto que halla en el tuétano de su corazón, tan distante del cerebro. Así suene a perogrullada, un cuentero es lo que es y cuenta lo que cuenta. No debería haber diferencia entre el hombre/mujer que sube al escenario a contar y la mujer/hombre que desciende de nuevo al mundo a seguir siendo; pero suele haberla. He sido testigo de casos en los que alguien cuenta una historia que alaba y dignifica a la mujer, en la que el protagonista exhibe su corazón para obtener una caricia femenina y morir en paz. Luego ese alguien, en el bar más cercano, vomita la frase… “Es que todas viejas son unas perras”. Otro alguien cuenta la historia de cómo los indios Tejemanejes descubrieron la manera más eficaz de labrar la tierra de los propios labios del mico Tití. En el próximo paradero, Alguien II comenta a su novia: “El próximo año me largo de este moridero”… ¿Será conciencia, comadre?
Hay cuenteros que cayeron en la trampa de creer que la magia de un cuento narrado oralmente radica en la belleza de las palabras, en la hermosura de la historia, en la perfección del texto, en el nombre del autor o la dignidad de la tribu o el pueblo que lo originó para explicarse a sí mismo, para temerle menos a lo desconocido. Pero la luz de su sensibilidad por ningún lado asoma. Emiten maquinalmente lo memorizado, sin entender el sentido de las imágenes, incluso sin profesar la moraleja tácita o explícita. Un cuento es sexo, no masturbación; es baile en pareja, no Trance. Con un cuento hay que incendiar corazones o inundarlos, no echarle agua al fuego colectivo, ni exhibir una muestra de pirotecnia. A nadie le queda en la memoria una fantochada, sino una fantasía compartida, por muy bizarra que ésta sea. Desde que sea honesta, al cielo va.
Hay cuenteros en los parques, en las plazas, en los buses, en los bares, colegios y universidades: espacios no teatrales fáciles de invadir y de evadir. Hay cuenteros que ejercen el oficio por necesidad económica o egonómica. Son los más fáciles de topar para el transeúnte, que tanto necesita escapar del estrés, el esmog y el estriptís. Éstos son los cuenteros que el imaginario colectivo ha archivado para definir la palabra cuentería… “¿Y usted qué hace … “¿Yo? Yo soy cuentero”… “¡Ah, ya!… ¿Y en qué parque se hace para echar sus chistes?”… “No, yo no cuento chistes… yo… Bah!”… Y se diluye la conversación bizantina.
Hubo un par o más de tiempos en que los cuenteros éramos un puñado de seres arriesgados y místicos que, aunque fuera por monedas (eso era lo de menos, pero comenzó a ser lo de más), decidimos que la única manera de drenar los demonios o las verdades que hervían en nuestros vientres, tan cercanos al corazón; que la única manera de besar o cachetear las caras grises de la Bogotá contemporánea, era contando esas cosas indefinibles que nos habitaban, que habíamos leído o inventado; decidimos, individualmente, que era la única manera de cambiarle la pintura a una ciudad que tenía miedo y rabia y frustración.
Las universidades comenzaron a darse cuenta de la efectividad de la cuentería (¿o de los cuenteros?) para congregar tanta heterogeneidad universitaria en un solo sitio, amparados bajo el sagrado manto de la cultura. Por primera vez no era la rumba ni el trago ni el trillado deporte lo que los congregaba. Eran humanas y honestas historias contadas por seres ídem. La cuota per capita comenzó a subir, y los cuenteros, ahora sí, comenzaron a sacar sus garras; y las mangueras comenzaron a ser pisadas. Los administradores de los bares bohemios, falsos filántropos y difusores de la cultura (no porque la difundan, sino porque la hacen difusa), se interesaron, súbitamente, en estas raras avis que tenían potencial para llenar sus establecimientos cobrando algo menos que un cantautor o una stripper. Segundo escaño conquistado por el movimiento.
Todo evento cultural que se respetara comenzó a incluir a la cuentería dentro del programa. Esos eventos podían ser patrocinados por la administración de un centro comercial, la junta comunal del barrio o la alcaldía de tal o cual municipio. Tercer escaño: el de lo privado-colectivo, que cubre, también, colegios en el día del idioma, empresas que quieren que sus secretarias la pasen bien en su día, fiestas de cumpleaños, motivación de empleados, etc.
Cuando ya la cosa estaba más organizada, surgieron los festivales de cuentería, narración oral, oralidad, la magia de la palabra, como gustéis llamarlos. Alguien acumula méritos para formar parte de un selecto grupo de los más dignos representantes de la cuentería de tal momento, rosca o capricho del selector. Se convoca al público que, justo cuando se le hace publicidad al asunto y se le pone en el cautiverio sacro de una sala de teatro, cobrándoles lo de media de aguardiente; justo bajo esas circunstancias de sugestión (luces, tablas, sonido, lentejuelas… acción), caen en cuenta de que ahí hay magia… cuando siempre la ha habido, dentro y fuera del recinto aquel… “Me encantó, ¿cómo te llamas?”… “Gonzalo”… “¡Huy, Gonzalo! Qué imagnación, qué memoria, qué verborrea!”… “¡Gracias, supongo!”… “¿Y dónde se presentan ustedes para irlos a ver?”… “¡En todas las universidades desde hace 13 años, señora!”
De los booms de la cuentería se encargaron (y se seguirán encargando) los medios masivos. Ellos son los redactores de la frase que eternamente retorna… y ahora que la cuentería está de moda… La cuentería siempre ha sido la misma. Siempre los cuentos han estado ahí, en medio de dos polos tan opuestos y complementarios: cuenteros y público. Pero ese bonito tiempo en que las plazas universitarias se atestaban de gente que, de verdad, ansiaba palabras en forma de cuento, en que los espectadores llegaban antes que los cuenteros, en que había bravos y hurras, y los artistas se peleaban por el turno de participación… Ese tiempo ya no está. Ahora es el tedio, el desgano, la monotonía…. “Bueno, gente (15 gatos): para que se den cuenta los que andan por ahí que aquí va a comenzar la función de cuentería, vamos a aplaudir como locos a las voz de tres…”
En las universidades de Bogotá está narrando la 5ª generación de cuenteros, hijos de los hijos de los hijos de los hijos de Garzón. La primera generación tuvo el elemental mérito de ser la primera… y con eso basta. Plantaron la semilla, con todas las impurezas de la hiperestética y el acartonamiento que puede haber en toda primera generación de lo que sea; pero, pese a todo, abrieron la zanja e instituyeron el concepto de una persona que cuenta cuentos con encanto. Todos los cuentos eran ajenos, extraídos de la literatura, la tradición oral, la mitología autóctona, lo preexistente. Cuando me refiero a lo ajeno, en este caso lo hago de manera literal. Cuenteros que cuentan cuentos escritos por otros. Pero hay otra ajenidad que sí me parece negativa… y es el caso en el que el cuentero aborda un cuento escrito por X; pero en él no hay nada que le pertenezca como ser sensible o parlante o, lo que es peor, no hay nada del cuentero que le pertenezca al cuento, que es una criatura en hibernación. Si lo despiertan con el hechizo indebido, el cuento puede ser no contado, sino cometido.
La segunda generación fueron alumnos de talleres dictados por los primeros, y otros que se generaron espontáneamente a manera de eco. Con el terreno ya labrado, éstos incluyeron la innovación de la propia creación, creaciones que iban desde adaptaciones muy personales de textos literarios hasta anécdotas del diario personal. Ellos fueron los cuenteros que alcanzaron mayor popularidad, ya que pertenecían a la misma generación de los espectadores y coincidieron todos en una gran dosis de autenticidad y contenido.
La tercera generación fue mucho más espontánea que la anterior: experimentales extremos, a tal punto que se fueron diluyendo dentro de su inconformismo y ganas de voltearlo todo patas arriba, importando más ellos que el propio público, que los propios cuentos.
La cuarta generación fue una mezcla entre quienes querían seguir las huellas de sus predecesores y quienes querían volver a la pureza de las raíces. Ninguna de las dos vertientes lo logró calar. Unos tenían la forma, más no el contenido (mucho estilo y trucos; pero para expresar banalidad total o malinterpretación del sentido de los textos). Los otros tenían qué decir, pero sin las armas formales (pura filosofía de vida; pero no se les oye, no se les ve, no se les nota). Aquí comenzó a podrirse la canasta de manzanas.
La generación actual… Ni fu ni fa. No conmueven, no entretienen, no desisten. El raquitismo de las propuestas actuales y el de las que están por venir (si es que esto pasa del próximo año) se debe, por una parte, a que el terreno para acumular millas de vuelo es, cada vez, más estrecho. Desde cada comienzo de semestre ya están planilladas todas las apariciones de los cuenteros. El cuentero espontáneo, necesariamente, tiene que pasar primero por un taller si quiere merecer un debut y, lo peor de todo: en el imaginario del público se ha ido deteriorando, con el tiempo, el concepto del cuentero. Ya los ven con tedio, con escepticismo, hasta con desdén. Los cuenteros ya no traman.
Ya no traman porque no dicen nada nuevo. El público ya tiene en su glosario el concepto cuentería y, luego de un recorrido evolutivo, llegó a un punto de exigencia en el que hay que ofrecerle algo más de lo propuesto en las bases. Los cuenteros de hoy en día, nuevos y viejos, se limitan a renovar el repertorio; buscan nuevos cuentos distintos (o iguales), más audaces, más frescos, más-melos; pero no cambian su manera de hacerlo, no se reinventan. Creen, insisto, que todo radica en la sustancia, cuando la variedad está en el recipiente, en la presentación. Si fuera por el contenido, todos estaríamos, ya mismo, predicando las Sagradas Escrituras. La narración oral escénica, por tener a la palabra como materia prima, debería agarrarse no sólo del formato cuento contado. En el discurso humano existen, también, la declamación, la noticia, la canción, el chisme, la ponencia, la confesión, la remembranza, la descripción, el retrato hablado, etc. Tantas maneras de decir las cosas… y en tantos tonos, ritmos y formas (en el sentido musical de la palabra).
En la música, arte tan relativa a la cuentería, existen las formas y los tiempos: las formas pueden ser: sinfonía, sonata, suite, cuarteto, concierto, aria… Los tiempos: vals, bolero, tango, merengue, minuet, scherzo, adagio, paseo… y también ciertos recursos como el crescendo, el ritornello, el feedback, la reverberación, el sampling… Los cuentos cuando son narrados podrían, también, tener todos esos colores y matices para hacerle al espectador más amena su apreciación. Él no sólo quiere bellas palabras e imágenes y sucesos: también quiere acción, sangre, virtuosismo, riesgo, pasmo; pero, sobre todo, que le digan cosas con las que se identifique. ¿Qué le va a interesar a un odontólogo que le cuenten la leyenda del tuerto sin cabeza, si no hay una sola referencia directa ni indirecta a sus amalgamas, sus calzas y sus ortodoncias?
Esto no quiere decir que si nos enfrentamos ante un público de la tercera edad haya que contar cuentos geriátricos y que si estamos en Sutatausa tengamos que recurrir a El Tío Conejo’s Greatest Hits. Tan sólo que hay que estar siempre atentos a quién es nuestro público y a quiénes somos y qué facetas tenemos. Somos lo que contamos.
Pero que contemos todo el catálogo de las cosmogonías amerindias no necesariamente implica que creamos que el maíz es un regalo divino o que la vagina es una boca dentada. Puede significar, tan sólo, que consideramos que hay que sacar el indio que llevamos por dentro o que no entendemos nada de lo narrado y lo hacemos por mera indigenomanía gratuita.
Lo curioso es que mientras el público universitario se está hastiando de los cuenteros y los cuenteros universitarios cada vez pierden más sus superpoderes; en teatros, eventos privados y festivales, la cuentería mantiene su fuerza innegable. Es en esos contextos en donde la cuentería aún no ha perdido su sentido de tesoro común. Eventos como La Noche de la Palabra en Maloka (12 horas continuas de cuentos de todas las calañas), Las 11 Noches y una Noche del Teatro Leonardus (un mes de cuentería con 12 cuenteros para todos los gustos) y el Festival Abrapalabra de Bucaramanga (una semana entera de cuentería de todos los países contantes y sonantes, con sobrecupo y reventa de boletas); esos tres ejemplos son pruebas patentes de que la gente quiere cuento; pero cuento bien contado, no necesariamente con técnicas y textos preciosos, sino con honestidad y luz interior.
Lo paradójico es que el festival más importante de cuentería que se realiza en el país (y en el mundo, me atrevería a decir), Abrapalabra, no sucede en la capital, sino en Bucaramanga, una ciudad que, sin estar en el Colombian Top 5 enciclopédico, ha logrado eso tan difícil: que la cuentería sea un hecho social de trascendencia en la vida cultural de las ciudades. De las ciudades, porque ya lo es de los pueblos. Bogotá ha intentado, más de una vez, realizar un evento similar desde 1991, a través de la empresa privada y del estado; pero por motivos burocráticos y, sobretodo, humanos, se ha quedado a medias. El Festival Distrital de Cuentería (que pudo tener las dimensiones de un Cuento al Parque) ya va por su 6ª a-versión y nadie se ha enterado de su existencia. La asistencia, que es gratuita, se ha obtenido a las malas, con público de colegios que van obligados y público casual que, por primera vez asiste a un espectáculo de cuentería. A las convocatorias, generalmente, asisten los mismos cuenteros de siempre (que no superan la docena) y una veintena de espontáneos que surgen de la nada cuando se mencionan los cientos de miles de pesos de premio por la participación Por la plata baila el perro; y el perro aquí se llama cuentero-varado-que-diseña-cualquier-cosa-a-última-hora-para-embolsillarse-el-botín-de-las-arcas-estatales.
Qué pena con ustedes ponerme tan descriptivo en estas grises áreas que ni les deben interesar; pero es que toda magia tiene su lado oscuro y éste ni siquiera es atractivo. Son factores como éstos los que hacen que un arte como la cuentería luzca aburrido, endeble y perecedero hacia fuera y desde dentro.
Tal vez por eso mismo, porque ciertos cuenteros lo dan por un calado y son material artístico voluble, maleable y económico multi-usos, el jefe de prensa del Teatro Nacional me escogió para la ya mencionada oferta de lanzamiento. Un cuentero sale más barato que un montaje escénico complejo y causa, más o menos, la misma sensación de arte ante un público cautivo: promotores de eventos, gestores culturales, secretarias en su día, alumnos el 23 de abril, empleados en Navidad, abuelitos en sus bodas de plata, niños aburridos de magos y payasos. Un cuentero no necesita montar ni desmontar escenarios o luces complicadas, ni tiene líos de cumplimiento entre los miembros de su elenco. Su elenco son sus cinco sentidos y sus cuatro extremidades. Pero, a veces, pareciera que no es así. A veces parece que bastara con la lengua… y eso es lo que no luce atractivo ante los grandes empresarios de los espectáculos escénicos. Espectáculo para ellos es un señor barbado sentado en un tapete, con los pies descalzos, un birimbao, una tinaja de Ráquira, delante de una gran mola autóctona y colorida, eclipsado por una orquesta de cámara, contando cuentos hipnóticos, autóctonos y universales de cómo comenzó el mundo y cómo terminará. Si supieran, si oyeran, si dejaran quieto el cerebro unos minutos…
Alguna vez un cuentero, de cuyo nombre no puedo acordarme, se quejó de que la cuentería se estaba llenando de cuenta-chistes. Que le parecía fatal que un artista de la palabra hiciera al público reír. Que él había optado por hacerlos pensar. Yo me pregunto… ¿Hacerlos reír de qué? ¿Hacerlos pensar en qué?
Abrapalabra, colita de rana… Vox populi, Bugs Bunny.
Bogotá, julio de 2003.
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